Perjuicios y prejuicios de la economía sumergida
The Objective, 13 de febrero de 2022
A raíz del enorme déficit público y de las reformas pendientes, circulan muchas propuestas para reducir el fraude fiscal, aumentar los impuestos, o acercar las cargas sociales de los autónomos al nivel de las de los trabajadores dependientes. Les propongo hoy una reflexión relacionada con el último de los desafíos que planteaba la semana pasada a cuenta de esa “factura electrónica” que pronto han de emitir todas las empresas: ¿Qué efectos tendría el que todas ellas pagasen fielmente todos sus impuestos?
El sueño de Orwell
Es obvio que el ciudadano debe pagar los impuestos que las instituciones democráticas hayan decidido. Sin embargo, sería contraproducente otorgar a la Administración el grado de control total de la economía necesario para lograr un cumplimiento perfecto. Antes, convendría reforzar la independencia de esa Administración, para evitar que se pueda usar ese poder con fines espurios, como el de perseguir a rivales políticos, mediáticos o empresariales.
Es una tarea difícil, como revelan las manipulaciones de una agencia tributaria tan prestigiosa como el IRS estadounidense, la cual en tiempos de Obama discriminó contra grupos opositores. Fue tan sólo un caso más de una larga serie de incidentes de distinto signo político, pero si algo así sucede en Estados Unidos, el riesgo sería aún mayor en España, donde el ejecutivo es más poderoso y la independencia de la Administración es menor y decreciente.
Volumen y calidad del gasto público
Sea cual sea el grado de neutralidad institucional de la Administración tributaria, debemos también preguntarnos cómo afectaría esa mayor potencia recaudatoria a los ingresos y gastos públicos. En principio, debería aumentar la recaudación, pero tampoco es obvio que ello sea deseable ni sostenible. Si se recaudase más, es posible que no sólo se gastase más sino peor. De hecho, grandes economistas, como Friedman o Becker, creían que la mejor manera de contener el gasto público y estimular reformas en los servicios públicos era reducir los impuestos y generar déficit, para matar así de hambre al Leviatán. En este sentido, una mayor eficacia recaudatoria equivale a elevar los impuestos.
Obviamente, el mérito de esas decisiones también depende de cómo se gaste el dinero recaudado y de cuál sea el valor social de ese gasto. Que un país se convierta en un infierno fiscal es costoso; pero lo es mucho más si, en vez de dedicar la nueva recaudación a servicios demandados por la mayoría, como Justicia o Sanidad, se despilfarra en políticas sectarias que dañan a una gran parte de la población.
Eficiencia y distribución
Por otro lado, cuando pensamos que convendría acabar con la economía sumergida solemos prestar atención al caso en que, dentro un mismo sector, conviven agentes económicos que pagan sus impuestos con otros que los evaden, lo que no sólo premia la ineficiencia sino que también ofende a la justicia.
Los efectos son menos claros cuando sectores enteros disfrutan de un tratamiento fiscal favorable, tanto de forma legal, vía menores tipos o cargas sociales, como ilegal, vía evasión fiscal. En este segundo caso, la ineficiencia suele provenir de que entran demasiadas empresas en el sector, con lo que éste pronto acaba sobredimensionado. Además, las empresas adoptan aquellas soluciones que les permiten reducir la carga fiscal, aunque sean ineficientes. Se organizan, por ejemplo, con base en el trabajo autónomo o como empresas familiares de pequeño tamaño, con lo que acabamos padeciendo minifundismo empresarial. La formalización de estas actividades suele entrañar reducciones de tamaño, lo que requiere costosos ajustes y genera conflictos, como ha ocurrido tras la ley riders en el reparto a domicilio.
Para mayor complicación, en muchos sectores, como el de servicios profesionales, se producen ambos fenómenos, de modo que, si bien todo el sector disfruta un trato de favor, resulta más fácil evadir en algunas empresas, a menudo las más pequeñas. Sufren entonces tanto la equidad como la eficiencia.
En todo caso, valorar la equidad entre sectores se vuelve más complicado en la medida en que buena parte de los menores impuestos se traslada a los clientes en forma de precios más bajos. Este fenómeno ayuda a explicar los bajos precios y la proliferación de pequeños bares, así como las peores condiciones de nuestro servicio doméstico, junto con su gigantesco tamaño relativo, el mayor de Europa. Obviamente, la clientela de esas actividades está muy dispersa, pero ella podría ser la principal beneficiaria de que existan semejantes islas de economía sumergida. Máxime si prestamos atención a las dualidades de nuestra economía, que es muy notable en el mercado de trabajo, según empleo y tipo de contrato, pero también entre la parte competitiva del sector privado y el resto, incluido el sector público. Tal vez el fraude de muchos currantes beneficia realmente a quienes practican la virtud fiscal a la fuerza.
Calidad de las decisiones políticas
Por último, el que todos los agentes económicos paguen impuestos similares tampoco mejoraría la toma de decisiones políticas si muchos de esos pagos permaneciesen invisibles para quien carga con ellos. La traslación e incidencia fiscal, junto con las retenciones y los pagos de impuestos por persona interpuesta ocultan a la mayoría de los votantes cuál es el volumen de impuestos que realmente pesa sobre ellos.
Observen, por ejemplo, la paradoja de que nuestros autónomos sean más conscientes de sus cargas sociales que los trabajadores dependientes, pese a ser mayores las de estos últimos. Aumentar la carga fiscal del autónomo no va a cambiar mucho sus decisiones políticas sobre el gasto público, del cual ya es muy consciente porque le duele pagarlo cada mes. Sí cambiarían más las de los asalariados y consumidores si empezaran a sentir dolor por cuántos impuestos y cargas sociales asumen realmente. O al menos si dejáramos de anestesiarles, como hacemos al obligar a las empresas a que publiciten sus precios con IVA, al camuflar el 82,5% de las cargas sociales como “pagadas por la empresa”, o al disponer retenciones excesivas, de modo que la mayoría se alegra tontamente cuando su declaración de IRPF le sale “a devolver”.
En suma, ¿sería bueno llevar al máximo la capacidad de Hacienda para controlar las transacciones económicas? La respuesta la damos entre todos, en función de nuestras preferencias; por ejemplo, de cuánto valoramos libertad, eficiencia y justicia, y de cómo creemos que influye en ellas la actuación del Estado. Lo que debe preocuparnos es que esas preferencias estén distorsionadas porque los ciudadanos, si ya sabemos poco sobre qué servicios públicos disfrutamos cada uno, aún sabemos menos con qué impuestos cargamos.
No sólo es dañina la elusión sino también la ilusión fiscal. Por eso, debemos cuidar la igualdad de trato no sólo en las cargas aparentes sino en que resulten igual de dolorosas para todos. Más que aspirar a un óptimo colectivo que siempre nos resultará elusivo debido a la presencia de efectos indirectos y ocultos, esas pautas de igualdad y dolor deberían acercarnos a metas parciales más modestas. Si la igualdad contiene la mala asignación de recursos, el dolor de pagar es imprescindible para educar ciudadanos adultos.